Ser débil está mal visto. Para nosotros, la debilidad es carencia, siempre implica falta de algo que se supone debería estar: valor, vigor, voluntad, decisión. Es como si, colocados en ese estado, dejáramos de ser nosotros mismos; de estar a la altura de lo que somos o podríamos llegar a ser. La debilidad parece limitar nuestras posibilidades de acción en la vida al reducir nuestro impulso de intervención en ella. Nos resulta una degradación interna, casi ontológica, pues lo que la debilidad parece devaluar es nuestro propio ser. Con ella nos sentimos menos, y eso nos resulta despreciable.
No es difícil reconocer este discurso sobre la debilidad en nuestra sociedad. No lo es, porque está presente en nosotros mismos, de una forma u otra. Consideramos que depender de otros es negativo por defecto, sea cual sea el caso, y eso nos impide comprender los beneficios de la colaboración y la integración en el colectivo. También creemos que es nuestra obligación estar preparados para todo en todo momento, porque es lo que demanda el mundo de hoy. Siempre alerta, siempre dispuestos.
Tanto el discurso de la debilidad como su opuesto, el discurso de la fortaleza, ilustran concepciones erróneas de lo que debería ser un individuo. Si el primero demoniza la fragilidad, el segundo nos culpabiliza de ella. Uno nos dice cómo no deberíamos ser, y el otro nos agrede por seguir siéndolo.
Ambos empujan a una estrategia más errónea aún que las razones que llevan a ella: el blindaje. Ante la acusación de debilidad y la exigencia de empoderamiento, oídos sordos. Frente a lo que sentimos que nos daña respondemos con protección, con evasión. Nos cerramos ante un daño que creemos viene de fuera pero, ambos discursos, en constante pugna, sortean esas murallas y se cuelan en nosotros. En nuestro pensamiento, siguen diciéndonos que no somos como deberíamos ser.
La exigencia desmedida nos hace sufrir. Para rechazar ese sufrimiento, evitamos sentir: “Esto no debería afectarme”, “debo mantenerme firme”, “tengo que seguir”... Expresiones que reflejan un intento de renuncia al sentimiento, una negación de la experiencia del dolor, la aflicción o el simple desgaste. Una falsa salida a un problema que nunca debió serlo, pues ni nos libra de la debilidad ni nos hace más fuertes. Al contrario, nos apresa cada vez más en un mandato irrealizable y en un reproche imposible de acallar.
El intento de anestesiarse ante la vida la bloquea, la conduce a la parálisis, al estancamiento. Creer que no seremos lo suficientemente fuertes como para afrontar ciertas situaciones nos lleva a evitarlas. Si no me siento capaz de superar otra ruptura, no me permitiré iniciar una nueva relación; si no me veo preparado para asimilar el rechazo, la mejor forma de evitarlo será no abrirme a otros. Puedes pensar ejemplos personales en los que el temor a sufrir por algo te haya llevado a cerrarte en banda a esa experiencia.
Comprobarás que aunque esa estrategia antes inconsciente -ahora no, ya que ha sido desvelada- pretendía evitarte sufrimiento, paradójicamente lo acababa generando, y en grandes cantidades. En ocasiones, es peor la experiencia de anticipación de un evento doloroso que el propio evento en sí. Ésta es una de las razones que nos invitan a pensar que no hay mayor causa de sufrimiento que reprimir lo que sentimos, que el protegernos frente a eso que podría afectarnos. Dicho de otra forma, no hay nada más debilitador que el temor a la propia debilidad.
La salida a este callejón nunca se nos ha ocultado. Si sufrimos por rechazar lo que podríamos sentir, es evidente que parte de la solución pasará por permitirnos vivir todo aquello que nos habíamos negado. Frustración, tristeza, pena... elementos de nuestra vida emocional que nos llevan a estados anímicos que son tan necesarios como legítimos.
No importa si flaqueamos, ya que no es necesario estar siempre en guardia. Tampoco es posible. Los eventos van a afectarnos porque así funcionan las cosas, y negar su impacto en nosotros solo nos hará más incapaces para gestionarlo. Amar implica comprender que podemos ser dañados por el otro, al igual que andar conlleva la posibilidad de darse de bruces contra el suelo. La meta nunca fue no sentir dolor, sino sentirlo de una forma real, coherente, acorde con la vida.
No somos débiles por naturaleza, somos vulnerables. Aceptar nuestra vulnerabilidad nos permite entender que no podemos decidir lo que sentimos, pero sí hacer más fluida la convivencia con el dolor cuando no lo rechazamos. Sabemos que está ahí, en ningún caso iremos en su busca pero, si viene, lo mejor será recibirlo con calma. Comprender sus exigencias hará que su estancia en nuestra vida sea lo más breve y apacible posible.
Estamos hechos de una materia emocional que nos hace maleables, permeables a lo que ocurre. Es la experiencia emocional que tenemos del mundo la que permite la profundidad humana, el arte, la belleza o el amor. Sentir es nuestra forma de vivir.
La vulnerabilidad nos hace fuertes porque negarla nos debilita. La vulnerabilidad nos hace humanos.
Publicado en