Desde que nacemos, recorremos una senda que nos lleva directos a nuestro fin. "Es ley de vida", solemos decir. La historia de la humanidad podría resumirse en la imagen de un ciclo de nacimientos y defunciones de personas que nos precedieron, y de otras que nos seguirán cuando ya no estemos. Como partes de una cadena quizá sin fin, convivimos con este hecho. Sin embargo, estamos lejos de haber integrado la presencia de la muerte en nuestra vida.
El filósofo alemán Martin Heidegger (1889-1976) afirmó que el ser humano no es alguien que muera, sino que en sí mismo es un ser-para-la-muerte. Con este concepto quiso transmitir que la muerte, más que una situación que encontraremos al final de nuestra vida, es una línea de meta a la que estamos avocados.
Lejos de situarse en el ocaso de la vida, la muerte está presente en cada uno de nuestros actos, decisiones y sentimientos.
El constante intento de dejar huella en el mundo, el temor a perder a nuestros seres queridos o, sencillamente, el miedo a dejar de existir son ejemplos de su constante presencia. Eso es lo que nos convierte en seres-para-la-muerte, el hecho de que, hagamos lo que hagamos, siempre lo hacemos impulsados por ella.
Por lo general, se trata de una presencia incómoda: tardamos años en entender las implicaciones de nuestra mortalidad, que nuestra vida tendrá un fin. Encontramos incluso a quienes nunca llegan a tomar conciencia de este hecho, aunque esté llamando a su puerta. Nos duele nuestra finitud, nos hace sentir efímeros, vulnerables, y no lo soportamos.
Rechazamos lo que nos parece intolerable, y quizá la muerte sea para nosotros la mayor de las injusticias. Por ello, la negamos. Hacemos de la muerte un evento que, por mucho que se repita, siempre parece sorprendernos.
Si nos sorprende la llegada de algo que ha sido anunciado cada día de nuestra vida es porque nuestros esfuerzos por ignorarla a veces consiguen sus objetivos, y logramos vivir eludiendo la conciencia de la muerte.
La vemos aparecer en los demás, pero es como si una parte de nuestra mente nos susurrase al oído que nosotros seremos una excepción, que no nos pasará lo mismo. O, al menos, que queda tanto para que ocurra que no es necesario tenerla presente. Pero la negación, el rechazo de lo que es, siempre tienen consecuencias negativas.
Heidegger nos advirtió que el carácter fundamental de nuestra relación con la muerte es la huida, y que es imposible el desarrollo interno en ese estado. Si el individuo está llamado a ser la mejor versión de sí mismo, no podrá responder a este impulso si está ocupado huyendo. La muerte es un hecho natural, una condición de la realidad, que no puede ser ocultada. No será posible una vida auténtica sin afrontar las verdades de la existencia, y la muerte es una de ellas.
Afrontar la muerte no es obsesionarse con ella, ni tenerla constantemente presente. Es, sencillamente, no negarla. Podríamos morir hoy, o dentro de muchos años: no podemos saberlo, y por tanto, no debemos esforzarnos en intentarlo.
Si la muerte es una condición de la existencia, aceptarla nos permitirá sumergirnos en nuestra vida de forma plena.
La muerte no es lo contrario de la vida, tan solo su conclusión. Su constante presencia nos reconcilia con lo efímero, con lo que es temporal y podría acabar en cualquier momento. Esa es la belleza de la naturaleza.
Es la constante extinción del día, el movimiento huidizo del sol, lo que aporta su valor al atardecer. Si se detuviese, si estuviese constantemente presente, perdería nuestra atención. Es liberador darse cuenta de que eso que hace bello el atardecer, su finitud, es algo que poseen el resto de momentos de nuestra vida. Algo no es triste porque se acabe, sino que es bello porque lo hace.
Aceptar nuestro ser-para-la-muerte nos permitirá tener una vida más plena. Conscientes de nuestro fin, no temeremos que llegue. Sabedores de que podría aparecer en cualquier momento, nos entregaremos al momento presente en cuerpo y alma.
Así, cuando llegue la muerte, nos encontrará haciendo lo que sentíamos que debíamos hacer. Nos encontrará siendo nosotros.
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